Ñustas es comunidad, el espacio para historias y voces que rompen filas. Hoy se une Ángela Gaviria, ñusta colombiana desde Washington D.C., para contarnos cómo construyó su poderosa fórmula, única y propia, para ser feliz y exitosa en sus propios términos. ¡Bienvenida Ángela!
Por Ángela Gaviria
Cuando Karla me mostró este proyecto por primera vez, quedé estupefacta. Estaba en Indonesia trabajando más de 12 horas al día con la dedicación casi obsesiva con la que hago todo desde que tengo memoria. Era medianoche, y sola en mi hotel, me puse a leer en mi teléfono. Me impactó profundamente el deseo genuino de contribuir a empoderar a la mujer latinoamericana, algo que encuentro sublime, justo y necesario, y de lo que he anhelado ser parte desde hace muchísimo tiempo. Pero me impactó aún más la invitación a pensar que todas somos ejemplos vivos de coraje, de intrepidez y valentía. Basta con voltear la cabeza y mirar el camino que hemos hecho al andar.
Y me puse en eso. Mirando hacia dónde había llevado mi vida y por qué, desperté a una nueva realidad: lo que para mí habían sido retos corrientes y decisiones normales eran, en realidad, pilares de un estilo de vida algo inusual, y en últimas, eran precisamente la fuente del empoderamiento del que hablaba Ñustas. Decidí entonces, y con mucha alegría, compartir un pedacito de mi vida. Eso sí, intentando ser breve para no aburrirlas(los).
Hablemos de algo inusual: desde hace 18 años yo trabajo y mi esposo no. Él, que es un hombre espléndido, se queda en casa mientras yo dedico mis días a un trabajo que me reta intelectualmente y me permite interactuar con el mundo, algo sumamente valioso para mí. Él hace su rol de maravilla, mezclando la pasión por la literatura y el atletismo con las tareas exigentes de llevar una familia —porque no es llevar la casa, es en realidad llevar la familia.
Al comienzo, cuando mi esposo llegó a Washington con la decisión de quedarse conmigo y hacer literatura entretanto, no hubo planes al detalle ni largas conversaciones sobre el rol del hombre y la mujer. No hubo roces. Prevaleció el sentido común, el deseo de buscar satisfacción cada uno en lo suyo, en igualdad de términos, en igualdad de condiciones, pues éramos iguales, una sociedad, un equipo. La llegada de nuestro niño adorado hace ocho años reforzó aún más esta convicción. Cada uno en lo suyo, un libre equilibrio y un niño feliz. Por supuesto que a lo largo ha habido de todo: cuestionamientos, asperezas, frustraciones, peleas, burlas de amigos y familiares, y todas esas bellezas. Pero siempre la perspectiva gana. Y eso es lo que me fascina. Me explico.
Mi esposo, como yo, creció, estudió y trabajó en el pleno de la sociedad conservadora de Bogotá, que hacia finales del siglo pasado no mostraba aún mucha flexibilidad al cambio en temas de género. Las mujeres hacía rato que eran profesionales y trabajaban, pero no eran muchas las profesionales de largo aliento en el contexto en que crecimos. De alguien como mi esposo se esperaba que dedicara la vida a una carrera seria y bien remunerada, mientras que de alguien como yo se esperaba que estudiara y trabajara si quería, pues siempre estaba la opción de casarse y dedicarse a la familia, lo que se pensaba como una opción real, sin importar que nuestro país pidiera a gritos que sus jóvenes crearan empresa y trabajo para impulsar la economía. La mujer no parecía tener ese deber social: el desarrollo de la comunidad era opcional.
Yo crecí felizmente sorda a las voces que me hablaban de una vida fácil en un país difícil. Nunca pensé en un futuro sin trabajar porque el trabajo no sólo era una fortaleza evidente, era mi independencia (pero eso es tema de otra historia). Me topé de repente en mi primer trabajo con un hombre que no veía la línea divisoria, que, criado entre mujeres, tenía sin decirlo una visión de género asombrosamente igualitaria, y para quien mi curiosidad y empeño por seguir hacia adelante le parecían perfectamente normales. Además, era divertido, dedicado y sagaz. Por supuesto que ese era el mío.
Pero ¿qué nos hizo así? Podría dar varias razones de esas que se escriben con frecuencia. Que mis padres me empoderaron con un discurso visionario para su época, que leí novelas con heroínas magníficas o estuve rodeada de mujeres revolucionarias. Nada de eso sería cierto. Mis padres muy conservadores fueron afectuosos, pero empoderar a sus hijas no era su fuerte y en mi casa se vivía un modelo 100% tradicional, con papá profesional en la oficina —tomando las decisiones— y mamá no profesional en la casa. El ambiente académico en que crecí estaba un tanto atrasado en el tiempo y formabaseñoritas que supieran apenas lo básico de las artes y ciencias, y que cuestionaran poco o nada, pues eso era algo masculino que en las mujeres rayaba en la mala educación. En cuanto a las mujeres que me rodeaban, eran con certeza geniales y elegantes, y en su mayoría habían entendido y aprendido muchísimo mejor que yo el manual del bajo riesgo. Por su lado iba mi esposo en su versión: único entre mujeres y por tanto macho amado, consentido y validado en todo, con futuro garantizado por ser macho. Su fuerza visiblemente dependía de las mujeres a su lado, y él lo sabía.
Así que razones comunes no hubo. Lo que sí hubo fue un diálogo intenso y silencioso conmigo misma durante años. Hoy lo veo con claridad —las horas que pasé en la adolescencia entendiendo mi curiosidad y oyéndola con atención. ¡Y tanta gente que me pidió que no la oyera! Nos volvimos las mejores amigas. Nos hacíamos preguntas, leíamos juntas y tomábamos las onces en feliz ignorancia de obstáculos y demás. Me enseñó que las posibilidades no tienen género y que las respuestas son para el que pregunta, pues lo demás son sobras, propaganda. En esa búsqueda, cada uno por su lado, ni mi esposo ni yo cedimos un paso al cliché. Seguir adelante de la mano de la fuerza que da la curiosidad era lo importante, el con quién o bajo qué parámetros sociales tradicionales no importaba más. Era ruido. El resto es historia.
Suena un poco divertido esto de darle la mano a la fuerza interna y dejarse llevar —un poco Star Wars, ¿no? — pero es real y llega para quedarse. Lo demás, incluyendo parámetros sociales que bloquean el desarrollo femenino, son asuntos volátiles. Podemos escoger si los alimentamos o los demolemos al vivir. El ejemplo en cuestión: el matrimonio puede tomar la forma que queramos darle, nutriéndose de egoísmo y rivalidad, o de sus antónimos, en la medida en que lo queramos.
Pero no es así de sencillo, hay más: la idea de que mujer moderna puede sola no es tal. Ni moderna ni clásica ni nada. Hay mucho trabajo por hacer y esto se gana en equipo. No hay cosecha sin compañero espléndido que quiera cuestionar y remover la tierra con nosotras, empezar en blanco, el tablero delante y cada uno con las mismas fichas. Quién tira primero da igual. Es una tarea ardua y engañosa, que al final paga muy bien. Es lo que comparto con las mujeres muy jóvenes que a veces me piden un consejo cuando visualizan su potencial futuro: todo depende de nosotras mismas y las elecciones que hacemos. ¿Y qué dice mi esposo? “Tira tú primero, si quieres”.