Sentada en un café de Miraflores, mientras disuelvo un par de cucharadas de azúcar rubia en mi capuchino, espero a un gran y buen amigo. Hace varios años que no lo veía y estaba muy emocionada de contarle, entre tantas cosas, la nueva aventura que empezaría en unos meses. Eran mediados del 2015. Recuerdo perfectamente su reacción cuando le comenté de lo que se trataba. “Yo, si fuera tu marido, no te dejaba” me dijo, y soltó una carcajada. Con esas pocas palabras mi buen amigo resumiría varios de los comentarios, opiniones, críticas y apreciaciones de mi círculo familiar, social y amical en Lima —y de algunos en Washington D.C.— alrededor de mi decisión.
El “yo no te dejaba” retumbaría en mis oídos por varios días… pero cuando lo escuché, me transportó a un pasado no muy lejano, cuando a los veintiún o veintidós años le dije —al que pensé que era el amor de mi vida— que quería estudiar una maestría en el extranjero, y él me respondió que mejor era que me quedara en Lima, que no fuera a estudiar, y que me casara con él. Claro. El sí que no me dejaba. Y a pesar que lo quería con todo el corazón, él terminó casándose con otra y yo yéndome a estudiar una maestría becada por la Fulbright a USA (pero esa es otra historia que les contaré en otro momento).
Nuestras vidas están marcadas por oportunidades que generamos o que aprovechamos. Por nuestras decisiones diarias y por los cambios que hagamos, grandes o pequeños. Pero para hacerlos no solo basta el coraje y la determinación de tomar los riesgos que puedan implicar, sino también un entorno que nos apoye y estimule a seguir avanzando. No siempre tenemos esos entornos… y a pesar de ello, lo último que debemos hacer es paralizarnos. Sin adversidades de por medio o sin conquista de nuestros miedos no podemos demostrar, primero a nosotras mismas y después al mundo, de qué somos capaces. Mantenernos en constante cambio nos hace crecer, desarrollarnos, asumir nuevos retos que nos permiten reinventarnos, conocernos, y aprender a confiar en nosotras mismas. Los cambios para crecer, así asusten, son buenos.
El primer gran cambio en mi vida fue dejar la casa de mis padres. Hace 20 años, o un poco más, no era común ver a mujeres jóvenes vivir fuera de casa de sus padres a menos que se casaran o se fueran a estudiar a otra ciudad. Yo tenía planes de estudiar fuera del país, pero también de sentirme más autonóma e independiente. ¿Más libre? Tal vez. Esa fue, quizás, una de las decisiones más difíciles de aceptar para mi familia. Unos años después, vendría una segunda decisión un poco más drástica: dejar el país para estudiar una maestría. Me arriesgué, la luché, fracasé, me caí y me paré muchísimas veces… me tomó tres años. Finalmente, la Fulbright me financió el costo de vida, y la Georgetown University me aceptó y me brindó una beca parcial de estudios. Sola, sin préstamos y con mis escasos ahorros, me subí al avión que me llevaría a USA. Mi sueño de ser la primera mujer con estudios de postgrado en mi familia y de estudiar en el extranjero se hacían realidad.
Llegué a Washington D.C. en Agosto de 2001. Emocionada por estar en una de las ciudades más importantes del mundo, me instalé en una zona cercana al centro (downtown) y a mi universidad, pero lo suficientemente apartada como para que no me distraiga con la juerga nocturna y la renta no me resultara muy cara. Terminé en Crystal City, hermoso y moderno barrio a solo 10 minutos en metro del downtown y mi edificio, ubicado estratégicamente, casi frente al Pentágono… Recuerdo claramente la llamada que, desde un —ahora inexistente— teléfono público, hice a Lima la tarde del jueves 11 de septiembre, a pocas horas que los vidrios de mi apartamento retumbaran como recordaba lo hicieran los de mi casa fruto de ataques terroristas y torres derrumbadas por Sendero Luminoso en la década de los 80s. La voz de mi padre desde el otro lado, entre mis lágrimas de pavor y mi firme decisión de regresarme en el próximo vuelo a Lima, también retumbó en mis oídos. “No has trabajado tan duro ni llegado hasta donde estás, como para regresarte ahora”. Las clases acababan de empezar. Una profesora de mi escuela murió en uno de los aviones que se estrelló ese fatídico 11 de septiembre. Pensé mucho. Me armé de valor. Y aunque el miedo me duró unos días más, me quedé a estudiar.
Y si bien nunca estuvo entre mis planes quedarme a vivir en USA, la vida va preparándonos y ofreciéndonos oportunidades. Las tomé todas y pasé por procesos de cambios importantes. Entré a trabajar a un organismo mundial de desarrollo. Conocí a mi marido y me casé. Tuve un hijo hermoso. Cambié de trabajo, en otro organismo de desarrollo pero esta vez regional. Luego me ofrecieron una excelente oportunidad laboral en otro organismo internacional financiero y la tomé. Mi vida familiar y personal transcurría tranquilamente cuando una nueva oportunidad aparecería. Y con ella, un cambio importante.
Casada, con hijo y con un trabajo estable, se presentó la oportunidad de hacer un intercambio laboral en un organismo de la banca central europea. Esto implicaba mudarme a Frankfurt en diciembre de 2015, justo a mitad del año escolar de Julius, mi hijo. Si digo que conversé largas horas con mi marido sobre esta decisión, les mentiría. Si digo que hubo una crisis en mi matrimonio por esta oportunidad, también les mentiría. Lo siento. No hubo drama. Mi marido, criado en una cultura bastante diferente a la mía —y ese sí será motivo de otro blog, pronto— me apoyó desde un principio. Jamás dudó, pues sabía que sería un paso importante en mi carrera y, con él, un beneficio para la familia. Nos preocupaba el cambio para Julius y decidimos que terminaría el 2do grado en USA (el año escolar aquí va de septiembre a junio) y luego se mudaría conmigo a Alemania para estudiar el 3r grado. Mi marido se encargaría de nuestro hijo los primeros siete meses y luego los últimos seis del periodo de mi intercambio. La opción de vivir los tres juntos fue descartada. Ernest, mi marido, tenía un trabajo estable y yo no le pediría que lo dejara por seguirme a mi. Nuestra familia tendría que estar separada por dos años.
Lo primero con lo que tuve que lidiar fue con el sentimiento de culpa por separarme de mi marido. Pero nada se comparaba —debo confesar—al dolor y culpa mayúscula por separarme de mi hijo de 7 años. Ha sido un sentimiento terrible con el que batallé por varios meses. Una lucha interna entre lo que “debo” hacer como madre y lo que “puedo” hacer como profesional. ¿Sacrificar uno por lo otro? Les digo: fue una m-u-y d-u-r-a l-u-c-h-a i-n-t-e-r-n-a con mis propios demonios. Pero eso no era todo. Por la parte externa, ni les cuento. Los comentarios que recibí fueron de todo tipo. Algunos positivos, que fueron bastante alentadores. La mayoría, bueno, no tanto. Para muestra el “yo no te dejaba”. La verdad, no ayudaban mucho ni los amigos, ni la familia, ni los compañeros y compañeras de trabajo. Desde sutiles alusiones a un posible divorcio, hasta infidelidades, pasando por el cuestionamiento a mi rol de madre, el de esposa, del sufrimiento de mi hijo, de mi marido, hasta posibles traumas psicológicos y depresiones… en fin. Una telenovela. Me preguntaba yo, en ese proceso, ¿a los hombres también los cuestionan, así de duro, cuando toman esas decisiones? Pero todo eso pasaba a un segundo plano cuando, al contarle todo esto, Ernest simplemente se sonreía. Esa sonrisa era lo que necesitaba para saber no solo que me apoyaba, sino que nuestra decisión era la correcta para nuestra familia.
Mi marido nunca me hizo sentir culpable. Nunca. Se encargó por trece meses de nuestro hijo en USA. Solo. ¿Duro no? —pero no más duro que el caso de todas esas madres solteras que crían a sus hijos por años. Solas— Volviendo a Ernest, estoy feliz de reportar que aún seguimos casados, que no tuvimos infidelidades que confesar, ni que nos deprimimos en el proceso. El rendimiento académico de Julius no fue afectado en ningún aspecto y no tiene ningún “trauma” de abandono materno. Pero eso no significa que fue fácil. No lo fue. La decisión de vivir separados fue muy, muy, difícil, y su implementación lo fue aún más. Pero fue manejable. Negocié trabajar desde USA en un par de ocasiones en esos primeros meses, y también hacia finales del 2017, cuando Julius regresó para empezar el 4to grado. La tecnología fue mi gran aliada para comunicarme con mi hijo todos los días, aunque la diferencia horaria me matara. Y es que la maternidad “trasatlántica” es todo un reto, pero es posible si hay compromiso y disciplina.
Pero todo esto no lo sabía cuando escuché el “yo no te dejaba” en el café de Miraflores. En ese momento, lo único que sabía es que mi pareja me apoyaba, que éramos un buen equipo, y que nuestra familia estaría bien. Por eso, cuando mi amigo soltó la carcajada, lo miré y me sonreí. Solo lo dije “es que tú no conoces a mi marido”. Y, claramente, tampoco me conocía a mi…
Continuará…